No sabía cómo había llegado hasta allí. Se recordaba en un lugar cálido, al
abrigo del frío y del viento y de la lluvia. Y de pronto…
De pronto eso era lo único que sentía. Un frío húmedo que se había
apoderado de todo su cuerpo, un viento que le cortaba la cara, una lluvia fina
que le calaba los huesos. Se subió el cuello de la chaqueta, se encogió para
guardar el calor que le quedaba, volvió a meter las manos heladas en los
bolsillos.
Y miró en derredor. Estaba en un risco yermo. No había mucha vegetación,
matorrales, carrascas, dos o tres olivos inclinados hacia el suelo, unos
cuantos pinos enjutos y lánguidos a unos cien metros. No lograba ubicar aquel
lugar, no tenía la certeza de haber estado allí antes. Pero le resultaba
familiar. Las luces de la ciudad titilando al fondo, las vías del tren que aún
se distinguían en la penumbra, jirones de nubes cobrizas, casi del color del
estaño, más allá de un depósito de agua. De entre los pinos surgieron risas que
se mezclaban con cánticos y voces.
Caminó hacia ellas. Las piernas le pesaban, casi no sentía las manos, un
dolor le empezaba a subir desde el estómago hasta la garganta. Según se
acercaba pudo distinguir el fulgor de una hoguera y gente que bailaba en torno
a ella. Otros los miraban y aplaudían de un modo grotesco. Volvió la vista un
momento: ya no quedaba ni rastro del día. Ni de las luces de la ciudad, ni de
las vías de tren, ni del depósito de agua.
Solo el contoneo del fuego que se retorcía al ritmo de los cantos de
aquellos hombres y mujeres. Dio unos pasos más. Ya estaba casi junto a ellos y,
sin embargo, parecían no reparar en su presencia. Un niño vestido con una
túnica blanca llegó hasta él y, sin mirarlo, le cogió la mano y lo llevó al
centro. Era una mano cálida y suave. Por un momento desaparecieron el frío y el
viento y la lluvia. No quedó nada que no fuese la calidez y la tersura de
aquella mano pequeña. Se dejó llevar por la paz que le iba embargando. No
pensó. Y creyó que era feliz.
Apenas un instante. El niño le apretó con fuerza y la mano se convirtió en
hielo y volvió el frío. Los demás seguían sin mirarlo. Ya todos bailaban.
Enloquecidos, cantando, gritando cada vez más fuerte en una vorágine que se le
metió en la cabeza. Le daba vueltas.
Quiso soltar al niño pero no pudo. Una
serie de recuerdos inconexos empezaron a martillearlo. El niño apretaba con más
fuerza. Un colegio, un asilo, un pupitre, una boda. No podía soltarse. Lo
intentaba. Lo intentaba pero le apretaban más y más. Un jardín de infancia, un
despacho, una discoteca, una casa sin ventanas. Ya no era el niño. Eran los
otros. Le apretaban la mano, el brazo, los hombros, las piernas. Y uno de
ellos, el cuello. Lo miró. Buscó los ojos para implorarle con los suyos. Pero no
encontró nada: solo dos cuencas vacías negras como la noche. Y el miedo.
Por fin pudo soltarse. Correr, dejar atrás los pinos, dirigirse a las luces
de la ciudad que ahora parecían brillar con más fuerza. Un paso, dos. Llegó a
lo alto del risco. Tres, cuatro. La ciudad estaba cerca: un poco más y habría
dejado atrás aquella pesadilla. Cinco… Tropezó y cayó rodando pendiente abajo.
Se despertó. Una quietud angustiosa llenaba la habitación. Quiso moverse,
gritar, llorar, patalear. Imposible. Solo pudo ver las batas blancas, oír el
pitido de la máquina, sentir la sábana cubriéndole la cara antes de fundirse en
una nada oscura y viscosa que lo abarcó del todo.
Buenísimo, lo he tenido q leer 3 veces. Buenísimo
ResponderEliminarMuchas gracias¡¡
EliminarInquietante y misterioso. Me encantó.
ResponderEliminarSe agradece¡¡
EliminarMe ha encantado. Muy bueno y misteriosi.
ResponderEliminarGracias, majo¡¡¡
EliminarJoder Isma, lo mejorcito q te he leido
ResponderEliminarGracias, Diego¡¡
ResponderEliminarMe ha gustado, la ruptura final conmueve. Muchas gracias
ResponderEliminarGracias a ti por leerlo¡¡¡
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