viernes, 4 de noviembre de 2016

Sabra y Chatila




Beirut, 18 de septiembre de 1982

Hasta ayer, Sabra y Chatila eran conocidos por ser dos campamentos de refugiados palestinos en los suburbios de Beirut en los que miles de personas malvivían hacinadas, víctimas de la ocupación israelí primero y de las tensiones políticas en Jordania después. 


Pero, desde hoy, quedarán en el recuerdo como otros dos lugares en los que lo peor del ser humano ha hecho acto de presencia de un modo brutal, para recordarnos a todos lo que es capaz de hacer cuando el odio y el fanatismo se mezclan y estallan sin que nadie se esfuerce en ponerles coto.     


Un rumor se extendió a primera hora de la mañana entre los periodistas que estamos cubriendo la guerra del Líbano. Algo había pasado en los campamentos de refugiados, aunque no estaba muy claro qué. En una ciudad completamente atravesada por una guerra que dura ya siete años, las noticias sobre tiroteos o muertes son tan normales como puedan serlo en España las de la gota fría levantina o la lesión de un jugador del Real Madrid. Pero esta vez sonaban con más fuerza, como si hubiese pasado algo excepcional. 


Me ha bastado adentrarme unos metros en Chatila para comprobar que así era. La última vez que había estado allí, hace poco más de un mes, las calles del campamento eran un espectáculo de vida incontenible que se desbordaba por encima de las penalidades. Los niños corrían detrás de una pelota entre la arena y el polvo, los hombres tomaban té y fumaban apoyados en los muros de adobe y bloques de cemento de las casas, las mujeres iban de un lado a otro con sus bebés en pañuelos anudados al cuerpo y azafates cargados en las manos o en la cabeza. Pero esta mañana, no. Esta mañana el silencio recorría las calles desiertas como un preludio horrible que se mezclaba con el hedor a muerte.


Al doblar la esquina he visto los primeros cuerpos. Dos adolescentes de no más de dieciséis años yacían en la puerta de una casa con las manos atadas a la espalda y los ojos desencajados por el miedo. O por el dolor: tenían el vientre abierto y quemaduras de cigarrillo en la cara y las piernas. El taxista, que en un principio no quería llevarnos por ser mujeres, no ha podido contener el vómito. Era solo el principio.


Conforme hemos ido avanzando, la magnitud de la carnicería ante la que nos encontrábamos se ha hecho evidente. Ancianos degollados, madres cogidas a sus hijos en un último abrazo protector y estéril, niños tumbados boca abajo que han debido ser tiroteados mientras trataban de huir a la carrera. 


Es difícil expresar todo el horror que se concentraba en las miserables calles de Chatila. Había rastros de todas las bajezas que puede llegar a cometer el hombre: desde mujeres sin falda que seguramente han sido violadas antes de ser asesinadas hasta chavales desmembrados con claros signos de tortura. Todo rezumaba sadismo y ensañamiento criminal ejecutado sobre víctimas inocentes: apenas dos o tres de ellas llevaban algún arma. Sí que había, sin embargo, juguetes: entre los escombros de  una casa, derruida por el fuego, asomaba un bracito pequeño terminado en una mano que agarraba con fuerza un peluche.


Aún es pronto para saber quiénes han perpetrado esta masacre, pero todo apunta a que podrían haber sido cristianos de la Falange Libanesa, muy relacionada con la iglesia maronita. En este país que es el escenario de la guerra más cainita y brutal que se ha dado en Oriente Medio, la sangre se lava con sangre y no queda casi nadie con las manos limpias. Primero fue la Masacre de Karantina, después la de Damour, y ahora la de Sabra y Chatila. Aunque en esta ocasión la sangre es más densa porque se podría haber evitado. Los campamentos estaban rodeados por el Tshal, el ejército israelí. Una mujer que consiguió escapar nos ha narrado cómo les explicó a los soldados lo que estaba pasando.
 

Pero nadie hizo nada por detenerlo y ahora solo queda contar los muertos. Las primeras cifras hablan de decenas. Seguramente se queden cortas: solo en las dos calles que yo he transitado esta mañana en Chatila he podido ver más de treinta cadáveres. Y dada la densidad de población de los campos de refugiados, y las horas que los asesinos han tenido para actuar sin ninguna cortapisa, es muy probable que los números finales sean dramáticamente más altos. 


Es posible que eso ya dé igual porque serán solo eso: números. Unos cuantos más en un conflicto que amenaza con destrozar, si no lo ha hecho ya, a un país que no hace mucho fue un ejemplo de convivencia e integración para todo el mundo. Aunque de eso hace ya tanto tiempo que a día de hoy es imposible asegurarlo con certeza.