viernes, 9 de diciembre de 2016

Cambio de hora







La miró y, al ver su cara, supo que había llegado el momento y que le sería imposible evitarlo.

Aun así hizo un último intento. Se acercó a ella, la tomó de las manos y, sin mucha convicción, trató de convencerla.

    Una semana más. Solo te pido eso. Después hablaré con ella. Lo entenderá. Estoy seguro.

    No, no lo entenderá. Tú no la conoces tan bien como yo.


    Gema, llevo casado con ella cinco años. La conozco bien. Y en algún momento incluso he estado enamorado de ella. Ya casi ni me acuerdo, pero estoy seguro de que pasó.

    Ha cambiado mucho.

    Aun así…

    Javi, te entiendo. –Gema le acarició la cara con dulzura–. Sé que no es fácil. Para mí tampoco. Me acuerdo de cómo era, claro que me acuerdo. La hermana perfecta. Radiante, llena de vida y de alegría, compasiva, tierna, siempre ayudando en todo lo que podía. ¿Sabes? Ella fue quien me ayudó a tener mi primera cita. Yo era muy tímida, y ella… ya sabes cómo era ella. Tan guapa, tan decidida. Le gustaba a todos los chicos, ninguna me miraba a mí. Y un día hubo uno que la invitó a un concierto de Mecano y cuando llegó a casa dijo que estaba mala y que prefería quedarse, pero que yo podía acompañarlo. No era muy guapo, no tanto como tú. Pero fue mi primer chico.

    Por eso, Gema. Porque sé cómo era no puedo hacerlo. Ni siquiera se merece esto que le hemos hecho… pero esto es la vida, yo no elegí enamorarme de ti. Sin embargo, lo otro… lo otro sí que podemos elegirlo, Gema.

    No, lo otro tampoco podemos elegirlo. No nos dejaría en paz, no dejaría que fuésemos felices. Ahora tiene mucho poder.

    Pues nos iremos de aquí.

    ¿Irnos? ¿Dónde? ¿Por qué? Yo no quiero irme a ningún sitio. Y además…

    ¿Qué?

    Además –Gema pasó la mano por la nuca y empezó a jugar con sus cabellos–, además, amor mío, todo lo que tiene, todo lo que ha ganado, también es tuyo. Tú has estado a su lado en los malos momentos. Tú lo dejaste todo por ella y por su carrera. Y has aguantado sus cambios de humor, sus decepciones, tantas cosas… Tú siempre la has apoyado siempre. No habría conseguido todo lo que tiene sin ti. Y mira cómo te lo paga, cómo te trata. ¿Qué crees que te quedaría si le pides el divorcio? Nada. Absolutamente nada. Y tú no te mereces eso.

    No sé si puedo hacerlo –le imploró Javi por última vez.

    Claro que puedes, amor mío, yo te ayudaré.

Se separó un poco de él y lo atravesó con su ojos verdes. Un verde tan puro que era casi inverosímil, como las hojas que crecen a principios de la primavera, como la hierbabuena en flor, como sus primeros recuerdos.

Después, Gema volvió a acercarse sin dejar de mirarlo y le cogió la cara y la llevó hasta sus labios y le dio un beso largo y húmedo mientras le desabrochaba los pantalones y descendía las manos hasta el sexo de Javi, que se hinchó al sentir el tacto suave de ella.

    Mañana –le dijo. Todavía respiraba fuerte, casi jadeaba. Estaba más bella que nunca: el sudor le caía por la cara y realzaba sus facciones: su nariz fina, sus pómulos marcados, sus ojos verdes que eran todo lo que Javi podía ver– Mañana es el mejor día.

Él quiso contestar algo, pero ella le puso el dedo índice en los labios y continuó:

    Estará en la sauna a la una. Lo sé porque he bajado a coger hora, a las doce, y su nombre estaba en la lista. No habrá nadie más: estarán todos en el cóctel que dan los nuevos vecinos. Solo tienes que ir, subir la temperatura y forzar el pestillo. Y luego ir al cóctel, es la coartada perfecta.

No dijo nada más. Quitó el dedo de los labios de Javi y comenzó a recorrer con los suyos el cuerpo de él: el cuello, el pecho, el vientre…

**

Una sensación de irrealidad le embarga nada más cruzar la puerta. Setenta grados. Hola Javi, ¿cómo estás? Caras conocidas que hablan y ríen y brindan como si no pasara nada. Bien, bien. Pero pasa: el pestillo está roto y la sauna es una celda hirviendo de donde no se puede escapar. ¿Quieres una cerveza? Hubo una mano que golpeó el cristal. Luego, ahora tengo el estómago un poco revuelto. Y una voz que sonó cuando salía del gimnasio, un grito de terror. ¿Te importa que pase al baño? Pero él ya estaba lejos, ya solo pensaba en subir y dejar el destornillador en la caja y llegar rápido al cóctel para que nadie sospechara nada. No, claro, al final del pasillo a la izquierda. Y sin embargo, el grito sigue resonando en sus oídos.

Vomita. Mira el reloj. La una y veinte. Ya debe haber acabado. Vuelve a vomitar. Se mira al espejo, se lava la cara, sale y busca la de Gema. Necesita ver sus ojos verdes. La una y veinticinco. Ya debe estar. Seguro. Pero Gema aún no ha llegado…

Y entonces oye una voz a su espalda. Parecida, casi idéntica a la que retumba en su cabeza. Pero es real. Tan real como el mareo, la flojera, el vacío en el estómago que está a punto de hacerle caer al suelo cuando escucha a su mujer decirle:

    Javi, estás como ido, hijo, yo no sé qué te pasa. Me tomo una y me voy, tengo cogida la sauna. Por cierto, no te olvides de adelantar los relojes cuando subas a casa.

   
     


viernes, 4 de noviembre de 2016

Sabra y Chatila




Beirut, 18 de septiembre de 1982

Hasta ayer, Sabra y Chatila eran conocidos por ser dos campamentos de refugiados palestinos en los suburbios de Beirut en los que miles de personas malvivían hacinadas, víctimas de la ocupación israelí primero y de las tensiones políticas en Jordania después. 


Pero, desde hoy, quedarán en el recuerdo como otros dos lugares en los que lo peor del ser humano ha hecho acto de presencia de un modo brutal, para recordarnos a todos lo que es capaz de hacer cuando el odio y el fanatismo se mezclan y estallan sin que nadie se esfuerce en ponerles coto.     


Un rumor se extendió a primera hora de la mañana entre los periodistas que estamos cubriendo la guerra del Líbano. Algo había pasado en los campamentos de refugiados, aunque no estaba muy claro qué. En una ciudad completamente atravesada por una guerra que dura ya siete años, las noticias sobre tiroteos o muertes son tan normales como puedan serlo en España las de la gota fría levantina o la lesión de un jugador del Real Madrid. Pero esta vez sonaban con más fuerza, como si hubiese pasado algo excepcional. 


Me ha bastado adentrarme unos metros en Chatila para comprobar que así era. La última vez que había estado allí, hace poco más de un mes, las calles del campamento eran un espectáculo de vida incontenible que se desbordaba por encima de las penalidades. Los niños corrían detrás de una pelota entre la arena y el polvo, los hombres tomaban té y fumaban apoyados en los muros de adobe y bloques de cemento de las casas, las mujeres iban de un lado a otro con sus bebés en pañuelos anudados al cuerpo y azafates cargados en las manos o en la cabeza. Pero esta mañana, no. Esta mañana el silencio recorría las calles desiertas como un preludio horrible que se mezclaba con el hedor a muerte.


Al doblar la esquina he visto los primeros cuerpos. Dos adolescentes de no más de dieciséis años yacían en la puerta de una casa con las manos atadas a la espalda y los ojos desencajados por el miedo. O por el dolor: tenían el vientre abierto y quemaduras de cigarrillo en la cara y las piernas. El taxista, que en un principio no quería llevarnos por ser mujeres, no ha podido contener el vómito. Era solo el principio.


Conforme hemos ido avanzando, la magnitud de la carnicería ante la que nos encontrábamos se ha hecho evidente. Ancianos degollados, madres cogidas a sus hijos en un último abrazo protector y estéril, niños tumbados boca abajo que han debido ser tiroteados mientras trataban de huir a la carrera. 


Es difícil expresar todo el horror que se concentraba en las miserables calles de Chatila. Había rastros de todas las bajezas que puede llegar a cometer el hombre: desde mujeres sin falda que seguramente han sido violadas antes de ser asesinadas hasta chavales desmembrados con claros signos de tortura. Todo rezumaba sadismo y ensañamiento criminal ejecutado sobre víctimas inocentes: apenas dos o tres de ellas llevaban algún arma. Sí que había, sin embargo, juguetes: entre los escombros de  una casa, derruida por el fuego, asomaba un bracito pequeño terminado en una mano que agarraba con fuerza un peluche.


Aún es pronto para saber quiénes han perpetrado esta masacre, pero todo apunta a que podrían haber sido cristianos de la Falange Libanesa, muy relacionada con la iglesia maronita. En este país que es el escenario de la guerra más cainita y brutal que se ha dado en Oriente Medio, la sangre se lava con sangre y no queda casi nadie con las manos limpias. Primero fue la Masacre de Karantina, después la de Damour, y ahora la de Sabra y Chatila. Aunque en esta ocasión la sangre es más densa porque se podría haber evitado. Los campamentos estaban rodeados por el Tshal, el ejército israelí. Una mujer que consiguió escapar nos ha narrado cómo les explicó a los soldados lo que estaba pasando.
 

Pero nadie hizo nada por detenerlo y ahora solo queda contar los muertos. Las primeras cifras hablan de decenas. Seguramente se queden cortas: solo en las dos calles que yo he transitado esta mañana en Chatila he podido ver más de treinta cadáveres. Y dada la densidad de población de los campos de refugiados, y las horas que los asesinos han tenido para actuar sin ninguna cortapisa, es muy probable que los números finales sean dramáticamente más altos. 


Es posible que eso ya dé igual porque serán solo eso: números. Unos cuantos más en un conflicto que amenaza con destrozar, si no lo ha hecho ya, a un país que no hace mucho fue un ejemplo de convivencia e integración para todo el mundo. Aunque de eso hace ya tanto tiempo que a día de hoy es imposible asegurarlo con certeza.

jueves, 27 de octubre de 2016

Despertar



No sabía cómo había llegado hasta allí. Se recordaba en un lugar cálido, al abrigo del frío y del viento y de la lluvia. Y de pronto…


De pronto eso era lo único que sentía. Un frío húmedo que se había apoderado de todo su cuerpo, un viento que le cortaba la cara, una lluvia fina que le calaba los huesos. Se subió el cuello de la chaqueta, se encogió para guardar el calor que le quedaba, volvió a meter las manos heladas en los bolsillos.


Y miró en derredor. Estaba en un risco yermo. No había mucha vegetación, matorrales, carrascas, dos o tres olivos inclinados hacia el suelo, unos cuantos pinos enjutos y lánguidos a unos cien metros. No lograba ubicar aquel lugar, no tenía la certeza de haber estado allí antes. Pero le resultaba familiar. Las luces de la ciudad titilando al fondo, las vías del tren que aún se distinguían en la penumbra, jirones de nubes cobrizas, casi del color del estaño, más allá de un depósito de agua. De entre los pinos surgieron risas que se mezclaban con cánticos y voces.


Caminó hacia ellas. Las piernas le pesaban, casi no sentía las manos, un dolor le empezaba a subir desde el estómago hasta la garganta. Según se acercaba pudo distinguir el fulgor de una hoguera y gente que bailaba en torno a ella. Otros los miraban y aplaudían de un modo grotesco. Volvió la vista un momento: ya no quedaba ni rastro del día. Ni de las luces de la ciudad, ni de las vías de tren, ni del depósito de agua.


Solo el contoneo del fuego que se retorcía al ritmo de los cantos de aquellos hombres y mujeres. Dio unos pasos más. Ya estaba casi junto a ellos y, sin embargo, parecían no reparar en su presencia. Un niño vestido con una túnica blanca llegó hasta él y, sin mirarlo, le cogió la mano y lo llevó al centro. Era una mano cálida y suave. Por un momento desaparecieron el frío y el viento y la lluvia. No quedó nada que no fuese la calidez y la tersura de aquella mano pequeña. Se dejó llevar por la paz que le iba embargando. No pensó. Y creyó que era feliz.


Apenas un instante. El niño le apretó con fuerza y la mano se convirtió en hielo y volvió el frío. Los demás seguían sin mirarlo. Ya todos bailaban. Enloquecidos, cantando, gritando cada vez más fuerte en una vorágine que se le metió en la cabeza. Le daba vueltas.


Quiso soltar al niño pero no pudo. Una serie de recuerdos inconexos empezaron a martillearlo. El niño apretaba con más fuerza. Un colegio, un asilo, un pupitre, una boda. No podía soltarse. Lo intentaba. Lo intentaba pero le apretaban más y más. Un jardín de infancia, un despacho, una discoteca, una casa sin ventanas. Ya no era el niño. Eran los otros. Le apretaban la mano, el brazo, los hombros, las piernas. Y uno de ellos, el cuello. Lo miró. Buscó los ojos para implorarle con los suyos. Pero no encontró nada: solo dos cuencas vacías negras como la noche. Y el miedo.


Por fin pudo soltarse. Correr, dejar atrás los pinos, dirigirse a las luces de la ciudad que ahora parecían brillar con más fuerza. Un paso, dos. Llegó a lo alto del risco. Tres, cuatro. La ciudad estaba cerca: un poco más y habría dejado atrás aquella pesadilla. Cinco… Tropezó y cayó rodando pendiente abajo.


Se despertó. Una quietud angustiosa llenaba la habitación. Quiso moverse, gritar, llorar, patalear. Imposible. Solo pudo ver las batas blancas, oír el pitido de la máquina, sentir la sábana cubriéndole la cara antes de fundirse en una nada oscura y viscosa que lo abarcó del todo.              

miércoles, 19 de octubre de 2016

Esos locos (y cabrones) bajitos




Supongo que os ha pasado a todos, sobre todo si sois chicos. Os juntáis con unos amigos del colegio o del instituto, empezáis a hablar de vuestra infancia y salen a relucir los profesores más capullos, las historias más divertidas, las primeras borracheras, el viaje de fin de curso…

Y el chaval que se llevaba las collejas. Algunos dicen, entre risas algo estúpidas, que ellos las daban. Otros simplemente asienten, acompañan las risas y cuentan alguna anécdota que maldita la gracia que le haría al chaval que cobraba. Pero nunca hay nadie que reconozca que era de los que se llevaba las tobas. Bueno, pues os voy a contar un secreto: yo era uno de ellos.

¿Por qué? Tengo algunas ideas. Supongo que lo de ser el hijo del moro no ayudaba, aunque sé que no era una razón determinante. Ser de los mejores estudiantes de la clase no te convertía en un tipo popular en mi colegio, pero creo que este tampoco era un motivo con mucho peso. En el fondo, supongo que lo que más influía era mi carácter: yo era bastante pusilánime y por lo general respondía a los golpes llorando.

Pero en mi barrio que un niño llorase no estaba muy bien visto. Así que todo el mundo, y cuando digo todo quiero decir TODO, me achacaba cierta responsabilidad por no saber defenderme. Porque eran cosas de niños y lo que yo tenía que hacer era ponerme en mi sitio. Y al fin y al cabo esas cosas me hacían más fuerte. Por fin tengo la respuesta para aquello: y una puta mierda. Yo no tenía ninguna culpa, solo la mala suerte de estar rodeado de unos cuantos imbéciles.

No quiero decir con esto que yo sufriese acoso escolar. No por lo menos como se entiende ahora. No fui un niño solitario e inadaptado. No sufrí ningún tipo de exclusión social. Tuve muchos buenos amigos, de los cuales aún conservo un puñado. De hecho, algunos de ellos me libraron de llevarme unas cuantas tundas. Pero los amigos no son los padres, y ni siempre estaban allí ni podían evitar, de vez en cuando, dejarse llevar por el instinto tribal y unirse a la manada que elige una presa y se entretiene un rato con ella. Ahora, una cosa no quita la otra, y si es verdad que lo mío fue de baja intensidad, no lo es menos que me hizo pasar muchas situaciones desagradables que aún hoy no he olvidado.

Por cierto, hablando de esas situaciones, puedo confirmar algo: no me han hecho más fuerte. Ni mucho menos. Antes bien, me han influido negativamente durante toda mi vida. Para empezar pasé una adolescencia de mierda, aparentando ser quien no era para parecer más fuerte (ahora que por fin sé que no lo soy me da igual). Y para terminar (por no aburrir), creo que no ando muy desencaminado si digo que aquello que pasó guarda alguna relación con la ansiedad que me da a veces. Desde luego, lo que tengo claro, es que no es algo que ayude a atenuar otros factores que puedan desencadenarla.      

Ya está. El pasado es pasado. Tampoco me destrozó la vida, ni mucho menos. Tengo una mujer genial y un hijo maravilloso. Hice una buena carrera, gané unas oposiciones y ahora tengo un trabajo muy bonito que me permite viajar por todo el mundo. Además, aquello fue en los años ochenta, España ha cambiado mucho, no la conoce ni la madre que la parió, hemos mejorado en todo.

Pues en eso, no. Basta con abrir un periódico para constatarlo. O, para los que tenemos hijos, con darse una vuelta por sus colegios. El mío jugaba el año pasado en un equipo de fútbol en el que tres o cuatro de esos imbéciles de los que me tocó sufrir decidieron que era un buen blanco. Las únicas veces que ha venido a casa frustrado, desencajado, han sido después de un entrenamiento o un partido con ese equipo.

Los niños son niños, antes y ahora, pero los padres sí que habrán cambiado, ¿no? Pues tampoco. Cierto día, tras un berrinche de mi hijo en un entreno, una madre me dijo la frase del millón: son cosas de niños. Serán cosas de niños, le contesté yo, pero es que hay niños que son bastante bordes…

La cosa quedó ahí. Y otro día, en un corrillo, la misma madre comentó, hablando con otra persona pero mirándome a mí, que los niños nunca son malos. Yo preferí dejarlo estar. Pero me acordé de un sábado, hará unos treinta años. Salí de casa con la paga, cien pesetas, a pasar la tarde a casa de un amigo y dos chicos de mi colegio, uno o dos años mayores que yo, me cogieron antes de llegar, me dieron un par de tortazos y me quitaron el dinero. Lloré un buen rato. Y pensé entonces, como lo pienso ahora, que hay niños que no son malos, por supuesto, pero que hay otros que son unos auténticos cabronazos.