Supongo que os ha
pasado a todos, sobre todo si sois chicos. Os juntáis con unos amigos del
colegio o del instituto, empezáis a hablar de vuestra infancia y salen a
relucir los profesores más capullos, las historias más divertidas, las primeras
borracheras, el viaje de fin de curso…
Y el chaval que se
llevaba las collejas. Algunos dicen, entre risas algo estúpidas, que ellos las
daban. Otros simplemente asienten, acompañan las risas y cuentan alguna
anécdota que maldita la gracia que le haría al chaval que cobraba. Pero nunca
hay nadie que reconozca que era de los que se llevaba las tobas. Bueno, pues os
voy a contar un secreto: yo era uno de ellos.
¿Por qué? Tengo
algunas ideas. Supongo que lo de ser el hijo del moro no ayudaba, aunque sé que
no era una razón determinante. Ser de los mejores estudiantes de la clase no te
convertía en un tipo popular en mi colegio, pero creo que este tampoco era un
motivo con mucho peso. En el fondo, supongo que lo que más influía era mi
carácter: yo era bastante pusilánime y por lo general respondía a los golpes
llorando.
Pero en mi barrio
que un niño llorase no estaba muy bien visto. Así que todo el mundo, y cuando digo
todo quiero decir TODO, me achacaba cierta responsabilidad por no saber
defenderme. Porque eran cosas de niños
y lo que yo tenía que hacer era ponerme en mi sitio. Y al fin y al cabo esas
cosas me hacían más fuerte. Por fin tengo la respuesta para aquello: y una puta
mierda. Yo no tenía ninguna culpa, solo la mala suerte de estar rodeado de unos
cuantos imbéciles.
No quiero decir con
esto que yo sufriese acoso escolar. No por lo menos como se entiende ahora. No
fui un niño solitario e inadaptado. No sufrí ningún tipo de exclusión social.
Tuve muchos buenos amigos, de los cuales aún conservo un puñado. De hecho,
algunos de ellos me libraron de llevarme unas cuantas tundas. Pero los amigos
no son los padres, y ni siempre estaban allí ni podían evitar, de vez en
cuando, dejarse llevar por el instinto tribal y unirse a la manada que elige una
presa y se entretiene un rato con ella. Ahora, una cosa no quita la otra, y si
es verdad que lo mío fue de baja intensidad, no lo es menos que me hizo pasar
muchas situaciones desagradables que aún hoy no he olvidado.
Por cierto,
hablando de esas situaciones, puedo confirmar algo: no me han hecho más fuerte.
Ni mucho menos. Antes bien, me han influido negativamente durante toda mi vida.
Para empezar pasé una adolescencia de mierda, aparentando ser quien no era para
parecer más fuerte (ahora que por fin sé que no lo soy me da igual). Y para
terminar (por no aburrir), creo que no ando muy desencaminado si digo que
aquello que pasó guarda alguna relación con la ansiedad que me da a veces.
Desde luego, lo que tengo claro, es que no es algo que ayude a atenuar otros
factores que puedan desencadenarla.
Ya está. El pasado
es pasado. Tampoco me destrozó la vida, ni mucho menos. Tengo una mujer genial
y un hijo maravilloso. Hice una buena carrera, gané unas oposiciones y ahora
tengo un trabajo muy bonito que me permite viajar por todo el mundo. Además,
aquello fue en los años ochenta, España ha cambiado mucho, no la conoce ni la madre que la parió, hemos mejorado en todo.
Pues en eso, no.
Basta con abrir un periódico para constatarlo. O, para los que tenemos hijos,
con darse una vuelta por sus colegios. El mío jugaba el año pasado en un equipo
de fútbol en el que tres o cuatro de esos imbéciles de los que me tocó sufrir
decidieron que era un buen blanco. Las únicas veces que ha venido a casa
frustrado, desencajado, han sido después de un entrenamiento o un partido con
ese equipo.
Los niños son
niños, antes y ahora, pero los padres sí que habrán cambiado, ¿no? Pues
tampoco. Cierto día, tras un berrinche de mi hijo en un entreno, una madre me
dijo la frase del millón: son cosas de
niños. Serán cosas de niños, le contesté yo, pero es que hay niños que son
bastante bordes…
La cosa quedó ahí.
Y otro día, en un corrillo, la misma madre comentó, hablando con otra persona
pero mirándome a mí, que los niños nunca son malos. Yo preferí dejarlo estar.
Pero me acordé de un sábado, hará unos treinta años. Salí de casa con la paga,
cien pesetas, a pasar la tarde a casa de un amigo y dos chicos de mi colegio,
uno o dos años mayores que yo, me cogieron antes de llegar, me dieron un par de
tortazos y me quitaron el dinero. Lloré un buen rato. Y pensé entonces, como lo pienso ahora, que
hay niños que no son malos, por supuesto, pero que hay otros que son unos
auténticos cabronazos.
Hay niños muy cantones y padres muy gilipollas, y eso es lo que les inculcan. Y estoy contigo, eso no te hace más fuerte, si no más vulnerable. A Algunos niños con personalidad fuerte,no les afecta tanto...Pero a otros les hunde la vida...Ojalá que a mi hija le pueda inculcar esos valores lejos de cualquier tipo de violencia.
ResponderEliminarSara
¡No me cabe ninguna duda de que lo harás!
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