jueves, 6 de octubre de 2016

May


Estoy en Jordania, dando un curso de Estadísticas de Deuda del Sector Público a un grupo de iraquíes. Desgraciadamente, y por motivos obvios, no podemos ir a Bagdad. A veces hablan de lo que era su país; hay tristeza en sus caras al decir lo que fueron y en lo que los han convertido. Ellos no tuvieron nada que ver: algunos decidieron que su dictador era un peligro, mandaron un ejército y jodieron para muchos años un país y una región entera. Muchas vidas a la mierda. O muertos o imposibilitados de tener una existencia digna, un futuro en el que el miedo no lo ensombrezca todo.

Hacemos una pausa para el café. Aprovecho para charlar con una chica de unos treinta años. May. No es muy guapa, pero tiene una expresión dulce que se refuerza por la timidez con la que me contesta. Me dice que ha estado en Londres. Que no le gustó el clima. Y que no la dejaron entrar en un hotel porque llevaba un hiyab. No hay resignación en sus palabras; no se altera al decírmelo. Yo sí. Una tristeza quieta me invade apenas unos segundos. Por ella. Y por mí. Por saber que no tardaré mucho en olvidar. Que seguiré como si no pasara nada. Y ella volverá a Iraq. A un país que le han reventado. Ni siquiera sé quién. Lo que está claro es que nuestros dirgentes tuvieron algo (o mucho) que ver. En este momento es posible que hasta dé igual quién lo haya hecho. Lo que no da igual es que May volverá al miedo, al no-futuro, a escuchar el ruido de bombas y dar las gracias por no estar cerca de donde explotan. Yo no creo que tarde mucho en olvidarla. Y es muy posible que si May viene alguna vez  a Madrid y no la reconozco, yo, y tú (quien quiera que seas), la miremos mal porque lleva un pañuelo en la cabeza.

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