jueves, 27 de octubre de 2016

Despertar



No sabía cómo había llegado hasta allí. Se recordaba en un lugar cálido, al abrigo del frío y del viento y de la lluvia. Y de pronto…


De pronto eso era lo único que sentía. Un frío húmedo que se había apoderado de todo su cuerpo, un viento que le cortaba la cara, una lluvia fina que le calaba los huesos. Se subió el cuello de la chaqueta, se encogió para guardar el calor que le quedaba, volvió a meter las manos heladas en los bolsillos.


Y miró en derredor. Estaba en un risco yermo. No había mucha vegetación, matorrales, carrascas, dos o tres olivos inclinados hacia el suelo, unos cuantos pinos enjutos y lánguidos a unos cien metros. No lograba ubicar aquel lugar, no tenía la certeza de haber estado allí antes. Pero le resultaba familiar. Las luces de la ciudad titilando al fondo, las vías del tren que aún se distinguían en la penumbra, jirones de nubes cobrizas, casi del color del estaño, más allá de un depósito de agua. De entre los pinos surgieron risas que se mezclaban con cánticos y voces.


Caminó hacia ellas. Las piernas le pesaban, casi no sentía las manos, un dolor le empezaba a subir desde el estómago hasta la garganta. Según se acercaba pudo distinguir el fulgor de una hoguera y gente que bailaba en torno a ella. Otros los miraban y aplaudían de un modo grotesco. Volvió la vista un momento: ya no quedaba ni rastro del día. Ni de las luces de la ciudad, ni de las vías de tren, ni del depósito de agua.


Solo el contoneo del fuego que se retorcía al ritmo de los cantos de aquellos hombres y mujeres. Dio unos pasos más. Ya estaba casi junto a ellos y, sin embargo, parecían no reparar en su presencia. Un niño vestido con una túnica blanca llegó hasta él y, sin mirarlo, le cogió la mano y lo llevó al centro. Era una mano cálida y suave. Por un momento desaparecieron el frío y el viento y la lluvia. No quedó nada que no fuese la calidez y la tersura de aquella mano pequeña. Se dejó llevar por la paz que le iba embargando. No pensó. Y creyó que era feliz.


Apenas un instante. El niño le apretó con fuerza y la mano se convirtió en hielo y volvió el frío. Los demás seguían sin mirarlo. Ya todos bailaban. Enloquecidos, cantando, gritando cada vez más fuerte en una vorágine que se le metió en la cabeza. Le daba vueltas.


Quiso soltar al niño pero no pudo. Una serie de recuerdos inconexos empezaron a martillearlo. El niño apretaba con más fuerza. Un colegio, un asilo, un pupitre, una boda. No podía soltarse. Lo intentaba. Lo intentaba pero le apretaban más y más. Un jardín de infancia, un despacho, una discoteca, una casa sin ventanas. Ya no era el niño. Eran los otros. Le apretaban la mano, el brazo, los hombros, las piernas. Y uno de ellos, el cuello. Lo miró. Buscó los ojos para implorarle con los suyos. Pero no encontró nada: solo dos cuencas vacías negras como la noche. Y el miedo.


Por fin pudo soltarse. Correr, dejar atrás los pinos, dirigirse a las luces de la ciudad que ahora parecían brillar con más fuerza. Un paso, dos. Llegó a lo alto del risco. Tres, cuatro. La ciudad estaba cerca: un poco más y habría dejado atrás aquella pesadilla. Cinco… Tropezó y cayó rodando pendiente abajo.


Se despertó. Una quietud angustiosa llenaba la habitación. Quiso moverse, gritar, llorar, patalear. Imposible. Solo pudo ver las batas blancas, oír el pitido de la máquina, sentir la sábana cubriéndole la cara antes de fundirse en una nada oscura y viscosa que lo abarcó del todo.              

miércoles, 19 de octubre de 2016

Esos locos (y cabrones) bajitos




Supongo que os ha pasado a todos, sobre todo si sois chicos. Os juntáis con unos amigos del colegio o del instituto, empezáis a hablar de vuestra infancia y salen a relucir los profesores más capullos, las historias más divertidas, las primeras borracheras, el viaje de fin de curso…

Y el chaval que se llevaba las collejas. Algunos dicen, entre risas algo estúpidas, que ellos las daban. Otros simplemente asienten, acompañan las risas y cuentan alguna anécdota que maldita la gracia que le haría al chaval que cobraba. Pero nunca hay nadie que reconozca que era de los que se llevaba las tobas. Bueno, pues os voy a contar un secreto: yo era uno de ellos.

¿Por qué? Tengo algunas ideas. Supongo que lo de ser el hijo del moro no ayudaba, aunque sé que no era una razón determinante. Ser de los mejores estudiantes de la clase no te convertía en un tipo popular en mi colegio, pero creo que este tampoco era un motivo con mucho peso. En el fondo, supongo que lo que más influía era mi carácter: yo era bastante pusilánime y por lo general respondía a los golpes llorando.

Pero en mi barrio que un niño llorase no estaba muy bien visto. Así que todo el mundo, y cuando digo todo quiero decir TODO, me achacaba cierta responsabilidad por no saber defenderme. Porque eran cosas de niños y lo que yo tenía que hacer era ponerme en mi sitio. Y al fin y al cabo esas cosas me hacían más fuerte. Por fin tengo la respuesta para aquello: y una puta mierda. Yo no tenía ninguna culpa, solo la mala suerte de estar rodeado de unos cuantos imbéciles.

No quiero decir con esto que yo sufriese acoso escolar. No por lo menos como se entiende ahora. No fui un niño solitario e inadaptado. No sufrí ningún tipo de exclusión social. Tuve muchos buenos amigos, de los cuales aún conservo un puñado. De hecho, algunos de ellos me libraron de llevarme unas cuantas tundas. Pero los amigos no son los padres, y ni siempre estaban allí ni podían evitar, de vez en cuando, dejarse llevar por el instinto tribal y unirse a la manada que elige una presa y se entretiene un rato con ella. Ahora, una cosa no quita la otra, y si es verdad que lo mío fue de baja intensidad, no lo es menos que me hizo pasar muchas situaciones desagradables que aún hoy no he olvidado.

Por cierto, hablando de esas situaciones, puedo confirmar algo: no me han hecho más fuerte. Ni mucho menos. Antes bien, me han influido negativamente durante toda mi vida. Para empezar pasé una adolescencia de mierda, aparentando ser quien no era para parecer más fuerte (ahora que por fin sé que no lo soy me da igual). Y para terminar (por no aburrir), creo que no ando muy desencaminado si digo que aquello que pasó guarda alguna relación con la ansiedad que me da a veces. Desde luego, lo que tengo claro, es que no es algo que ayude a atenuar otros factores que puedan desencadenarla.      

Ya está. El pasado es pasado. Tampoco me destrozó la vida, ni mucho menos. Tengo una mujer genial y un hijo maravilloso. Hice una buena carrera, gané unas oposiciones y ahora tengo un trabajo muy bonito que me permite viajar por todo el mundo. Además, aquello fue en los años ochenta, España ha cambiado mucho, no la conoce ni la madre que la parió, hemos mejorado en todo.

Pues en eso, no. Basta con abrir un periódico para constatarlo. O, para los que tenemos hijos, con darse una vuelta por sus colegios. El mío jugaba el año pasado en un equipo de fútbol en el que tres o cuatro de esos imbéciles de los que me tocó sufrir decidieron que era un buen blanco. Las únicas veces que ha venido a casa frustrado, desencajado, han sido después de un entrenamiento o un partido con ese equipo.

Los niños son niños, antes y ahora, pero los padres sí que habrán cambiado, ¿no? Pues tampoco. Cierto día, tras un berrinche de mi hijo en un entreno, una madre me dijo la frase del millón: son cosas de niños. Serán cosas de niños, le contesté yo, pero es que hay niños que son bastante bordes…

La cosa quedó ahí. Y otro día, en un corrillo, la misma madre comentó, hablando con otra persona pero mirándome a mí, que los niños nunca son malos. Yo preferí dejarlo estar. Pero me acordé de un sábado, hará unos treinta años. Salí de casa con la paga, cien pesetas, a pasar la tarde a casa de un amigo y dos chicos de mi colegio, uno o dos años mayores que yo, me cogieron antes de llegar, me dieron un par de tortazos y me quitaron el dinero. Lloré un buen rato. Y pensé entonces, como lo pienso ahora, que hay niños que no son malos, por supuesto, pero que hay otros que son unos auténticos cabronazos.   

martes, 11 de octubre de 2016

El hijo del moro



Dijo el otro día Theresa May que “si crees que eres ciudadano del mundo, en realidad eres un ciudadano de ningún sitio. No entiendes lo que significa la palabra ciudadano”. No tardó en acudir a darle la razón Marine Le Pen. Bueno, aunque solo sea por sus ansias de acabar con ella, no está mal que por fin ingleses y franceses se pongan de acuerdo en algo respecto a la Unión Europea.

Sin embargo, a mí la declaración de la primera ministra británica me deja un poco descolocado. Y no solo porque yo sea hijo de marroquí, que también. Bueno, para ser más exactos, en mi infancia, para muchos de mis compañeros en el Antonio de Nebrija yo no era Isma ni el hijo de un marroquí y una española, sino el hijo del moro. Incluso en cierta ocasión mi mejor amigo, tendría yo ocho o diez años,  “olvidó” invitarme a su cumpleaños y, dos o tres días después, recuperó la memoria y me hizo ir a su casa a probar lo que los otros niños (todos 100% españoles y no solo el 50% como yo) habían dejado. Allí, entre mi compañero y su madre me explicaron por qué no había sido invitado a la celebración oficial: una confusión, dijeron: ella le dijo a él que había que invitar al hijo del moro y él, curiosamente, no reparó en ese momento en quién era el ínclito (o sea, yo) al que se refería su progenitora. No sé qué me sentó peor, si el olvido de mi mejor amigo, la naturalidad con la que su madre se refería a mí como el hijo del moro o los gusanitos rancios que les habían sobrado a mis compañeros de clase. 

La cosa siguió acabada la EGB: unos años después, un amigo del instituto, muy de izquierdas él, se emborrachó y en su delirio alcohólico me persiguió por la casa en la que estábamos gritando: “a por el moro, a por el moro”. E incluso, siendo yo ya profesor en la Universidad de Alcalá, alguno de mis alumnos escribió donde le plugo, “Ahamdanech, moro”, a lo que yo, cundo lo leía, respondía en mi fuero interno: cuán en lo cierto andan sociólogos y otros expertos cuando dicen que estamos ante la generación más preparada de todos los tiempos, ¿quién puede dudarlo ante la capacidad de deducción de estos muchachos?

Pero hay más razones por las que el aserto de la premier  británica y la aquiescencia de la que puede ser su homóloga en Francia me ha dejado algo desubicado. Acabado mi periplo universitario, la vida me ha dado la oportunidad de viajar por todo el mundo, y estos viajes he hecho multitud de amigos: el otro día celebré mi cuarenta cumpleaños y recibí felicitaciones de los cinco continentes, de personas con las que he compartido horas de trabajo, cafés, comidas y risas. Y no solo eso, en todos los países en los que he estado me han hecho sentir bien. Muy bien. Tanto como para creer que, aunque Alcalá de Henares y La Mancha son los sitios a los que siempre quiero volver, en cualquiera de las naciones en las que he estado podría vivir un tiempo y hasta considerarme parte de sus sociedades sin mucho esfuerzo.  Lo cual, estricto sensu, puede significar que soy ciudadano del mundo, lo que me llevaría, siguiendo la lógica de May y Le Pen, a no ser ciudadano de ningún sitio. Y lo que es peor: a no entender lo que significa la palabra ciudadano. O al menos a no entenderla como ellas lo hacen. Claro que, bien pensado, quizá esto último no sea tan malo: puede que a May no le disguste coincidir con Le Pen, pero a mí sí que me molestaría hacerlo con cualquiera de las dos.   

jueves, 6 de octubre de 2016

May


Estoy en Jordania, dando un curso de Estadísticas de Deuda del Sector Público a un grupo de iraquíes. Desgraciadamente, y por motivos obvios, no podemos ir a Bagdad. A veces hablan de lo que era su país; hay tristeza en sus caras al decir lo que fueron y en lo que los han convertido. Ellos no tuvieron nada que ver: algunos decidieron que su dictador era un peligro, mandaron un ejército y jodieron para muchos años un país y una región entera. Muchas vidas a la mierda. O muertos o imposibilitados de tener una existencia digna, un futuro en el que el miedo no lo ensombrezca todo.

Hacemos una pausa para el café. Aprovecho para charlar con una chica de unos treinta años. May. No es muy guapa, pero tiene una expresión dulce que se refuerza por la timidez con la que me contesta. Me dice que ha estado en Londres. Que no le gustó el clima. Y que no la dejaron entrar en un hotel porque llevaba un hiyab. No hay resignación en sus palabras; no se altera al decírmelo. Yo sí. Una tristeza quieta me invade apenas unos segundos. Por ella. Y por mí. Por saber que no tardaré mucho en olvidar. Que seguiré como si no pasara nada. Y ella volverá a Iraq. A un país que le han reventado. Ni siquiera sé quién. Lo que está claro es que nuestros dirgentes tuvieron algo (o mucho) que ver. En este momento es posible que hasta dé igual quién lo haya hecho. Lo que no da igual es que May volverá al miedo, al no-futuro, a escuchar el ruido de bombas y dar las gracias por no estar cerca de donde explotan. Yo no creo que tarde mucho en olvidarla. Y es muy posible que si May viene alguna vez  a Madrid y no la reconozco, yo, y tú (quien quiera que seas), la miremos mal porque lleva un pañuelo en la cabeza.